“PAISAJE Y MEMORIA”
En la génesis de esta exposición se encuentra un cuadro, que ni siquiera lleva un título identificativo o cuyo título identificativo no presenta ni nombre ni apellido. La ambigua y recurrente etiqueta de Sin título / Número Cero tan manoseada por el arte de las últimas décadas, en numeras ocasiones para esconder trampas conceptuales o insinuaciones meramente formales o estéticas, para disimularlas en el enigma y la inconcreción. En este caso y en esta artista, nada más remoto que las pretensiones conceptuales y los fuegos de artificio. Seducir por seducir desde lo epatante o lo evidente. Lo fácil, en una palabra. El cuadro citado es de pequeño formato, con la representación de dos cuerdas que se entrelazan semideshilachadas en el centro de la escena y en el que apenas se intuye lo que de él va a surgir, la serie de piezas que ahora contemplamos. Dentro de este cuadro. la pintura, el más puro ejercicio pictórico, ni siquiera se ha parado a pensar lo que puede dar de sí, su inmensa capacidad de superación, de transformación, de análisis de su propia esencia y hasta de su presencia en un escenario concreto, como es la sala de un museo, y su valor como ejercicio investigativo. Es un esbozo frustrado pero en absoluto frustrante ni para la artista ni para el espectador que lo conoce y que lo sitúa en el lugar preciso y primigenio de toda esta historia. Saco esta obra a luz de este catálogo porque simboliza a la perfección cómo se puede partir de una idea cuya larga singladura te lleva hacia un horizonte apenas imaginado en los prolegómenos de la aventura creativa. Aquí, y así, se gesta esta muestra de obra reciente de Monica Ridruejo en el IVAM bajo el nombre genérico de EIKONOMA: en un pequeño cuadro, del que casi nadie podía imaginar lo que era capaz de dar de sí. Tal vez sólo la propia artista que ha transitado con total seguridad en el curso de un intenso y muy íntimo ejercicio introspectivo. Un año de duro trabajo a lo largo del cual ha ido creciendo, en el que ha ido luchando (desde y en la soledad del estudio) y profundizando en cada uno de sus matices hasta el punto de que aquella primera pintura en nada se parece a las que ocupan las salas de esta exposición. Representa el pasado en el que siempre viene bien mirarse, reencontrarse, aunque solo sea para saber de dónde venimos y hacia dónde vamos. Aportar claves sin las que nadie entendería por qué hemos llegado hasta aquí y ahora: encerrados en el espacio cuasi claustrofóbico de una sala, el cubo blanco, donde la pintura nos asalta desde las paredes; nos inunda, y nunca venga mejor dicho, porque estamos rodeados de agua, de mar, por todas partes menos por una.
De un año a esta parte, ha surgido otra artista distinta a la que yo vi por primera vez todavía con el proyecto entre las manos. Sin duda, Monica Ridruejo ha llevado a sus últimas consecuencias la máxima de que la inspiración siempre te tiene que pillar trabajando o que la inspiración equivale a trabajo y más trabajo. La pintura ha crecido, se ha hecho madura, ha ganado su independencia a golpe hacerse más purista, más implicada, más agarrada a las esencias, pero también más libre. Ha bajado hasta lo más profundo para emerger a la superficie segura de sí misma y reivindicarse con todos sus potencialidades. Hagan una pequeña prueba: acérquense a uno de los cuadros y luego den marcha atrás, la concreción de cada pincelada se ramifica en una red interna de impurezas pictóricas y entiéndase por impureza aquella que desde la concreción alcanza la abstracción, la quintaesencia, que desde lo definido pierde todas las definiciones, rompe todas las costuras que la pudieran reprimir, hasta si me apuran, banalizar, acomodar, simplificar en una mera etiqueta de prejuicios formales. De lo concreto va a lo inconcreto, aunque nunca difuso.
“Al desviar su atención a los temas surgidos de la experiencia común, el poeta y el artista dirigen su interés hacia el medio de su propio oficio. Lo no figurativo o abstracto, si aspira a tener una validez estética, no puede ser arbitrario o accidental. Por el contrario, debe resultar de la obediencia a alguna limitación o a algún principio dignos de interés. Esa limitación una vez se ha renunciado al mundo de la experiencia común o exterior, solo puede encontrarse en los procesos o disciplinas mediante los que el arte o la literatura han imitado esa experiencia. Esos medios se convierten en el tema del arte y la literatura. Si -siempre según Aristóteles- el arte y la literatura son imitación, de lo que se trata aquí es de la imitación del proceso de imitar”. El crítico norteamericano Clement Greenberg en La pintura moderna, de donde ha sido extractado el anterior párrafo, habla de lo arbitrario o accidental como conceptos completamente antagónicos en todo proceso creativo cuya validez o seriedad se sitúa por encima de toda duda. El artista y el poeta están concentrados en su propio oficio. No hay más. Estas máximas no sé si Monica Ridruejo las ha aprendido o le han salido de natural (confieso que no lo he hablado con ella) pero, desde luego, las ha aplicado al pie de la letra o las lleva en su código genético de artista. En cada una de las visitas que he realizado a su estudio en Madrid para la posterior preparación de la muestra (EIKONOMA) más sorprendida salía de que me encontraba ante una creadora con todos los arrestos necesarios para romper lazos, para liberarse de ataduras (si nos ponemos a psiconalizar, puede que las cuerdas y cadenas que se han constituido en dos de los elementos recurrentes e identificativos de esta serie expositiva presenten esta lectura oculta). Comprometida a que lo accidental o lo arbitrario no fueran conceptos que se pudieran significar en sus obras. Cada cuadro que me iba presentando se tornaba en lecturas profundas e infinitas sus sugerencias. Saber pintar no es copiar, ni embadurnar, aunque también puede ser todo esto a la vez. Saber pintar es enganchar la materia misma de la que está hecha la pintura y tatuarla en la retina del espectador. Impregnar las sensaciones y los sentidos. Y en los sondeos que Monica Ridruejo ha ido haciendo con personas de muy distinta clase y condición sobre su obra (así me lo ha ido contando), sobre cómo iba evolucionando el trabajo, han surgido diferentes reflexiones y lecturas que van de la visión más apegada al objeto (a lo real) -las sutiles y explícitas referencias que encontramos en los cuadros, de la sogas de las que ya he hablado al mismo mar-, al embadurnamiento, dejar tu ojo manchado por los pigmentos más impuros de la abstracción. “Una sociedad, en el curso de su desarrollo, va perdiendo capacidad de justificar la naturaleza inevitable de sus formas particulares. Cuando esto sucede se ve forzada a abandonar las nociones aceptadas sobre las cuales artistas y escritores fundamentan su comunicación con el público. Cuesta asumir cualquier certeza. El escritor o el artista ya no pueden calibrar las respuestas de su público ante los símbolos y referencias con las que trabaja”. Regresamos a Greenberg y a La pintura moderna. No hay símbolos ni referencias en los paisajes que ha traído Monica Ridruejo a esta exposición, los justos y precisos que ya he citado (el mar, las cuerdas y las cadenas) pero desaparecen entre las capas superpuestas. Cuesta asumir cualquier certeza, pero tampoco haría falta. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué necesidad hay de justificar lo que sucede en cada uno de estos cuadros? ¿Ni por qué ha sucedido así? Basta entrar con la mirada, ir apartando capa por capa, como si nuestro ojo estuviera diseccionando la trama pictórica, para embadurnar nuestra retina. Tatuarla, como decía antes, de azul, de los rojos, de los verdes, de los negros velados, de un amarillo ensombrecido… Entonces, ya el ojo no verá nada más que manchas de color, líneas de fuga mental y visual, el ejercicio más puro y sensitivo de la abstracción hecha pintura, esencia. El todo en nada, en una simple -fugaz, pero sentida- pincelada. “El paisaje, aquel que queda más alejado de nosotros, el espectáculo final anterior al horizonte, es, tal y como lo conocemos, una recopilación. Pero no lo percibimos como tal necesariamente, lo vemos como un todo cuyos elementos constituyentes son difíciles de desglosar. La mejor forma de representar este concepto es sin duda mostrando como un elemento puede formar parte de él y pasar desapercibido, como ocurre con el camuflaje: el camuflaje militar, la perdiz en un campo de maíz, el tigre en la sabana… La “imagen” cambia y se transforma con las impresiones que interactúan, con la forma en que las superficies se transforman en relación con la entrada del observador en la “imagen” cuando los estímulos de la vista y el oído se complementan con el olfato y finalmente con el tacto”.
El arquitecto y paisajista francés Bernard Lassus en sus Journal of Garden History nos da las claves para visitar y recorrer esta exposición con la mirada, ni siquiera hace falta transitar por la sala, como si nos colocáramos frente a una línea del horizonte, en la que el cielo se junta con el mar, en la que las masas de color se entremezclan en la realidad y en la mirada del espectador. Por eso, una línea de pinturas recorre las paredes del espacio, para que el espectador lea todos los matices de este ejercicio pictórico desde la distancia. No obstante, si cada uno de nosotros nos colocamos delante de cada uno de los cuadros que componen esta línea del horizonte en que hemos transformado el cubo blanco que acoge esta muestra, la sensación habrá de ser la misma. Y si acercamos aún más el foco de la mirada, nos pegamos a un solo punto de la superficie del cuadro, enfocamos para desenfocar (como se hace en la fotografía) sentiremos también lo mismo. En las tres posiciones visuales que acabo de referir, las mismas experiencias: el paisaje y la memoria, la poesía de lo concreto-inconcreto. Nos reencontramos con la realidad, con la pintura, con el color, para luego volvernos a perder sin muchos detalles a mano. De lo visible a lo invisible. Lo visto y lo oculto. Según la descripción del poeta Malcom de Chazal, “la mirada es el mayor de los rastrillos. Pero una mirada solo puede percibir una porción de un espacio concreto. Un pedazo de cielo… un reflejo recogido en la orilla… la linde de un bosque… una parte de un tejado; son fracciones de objetos, pero a la vez representan los elementos básicos del paisaje: el cielo, el bosque y el oceáno. Lo visible se va ofreciendo poco a poco y en sí mismo constituye una simple fracción de lo que permanece ‘oculto’ ya sea por la sombra de frondosos árboles, por la neblina que emerge del río o por el perfil de las colinas. Lo único que vemos son diminutos fragmentos, incluso si estamos de paso y conocemos bien el lugar. Por extraño que parezca la amplitud que sugiere la palabra paisaje se extiende mucho más sobre lo invisible que sobre lo visible. Existe una gran interacción entre lo ‘visto’ y lo ‘oculto,’ entre lo que se percibe de forma directa y lo que pertenece a la memoria y a la imaginación”. Hemos rastrillado con la mirada como decía el poeta Chazal, parafraseado por Bernard Lassus, porque no hay otra manera de entender la pintura de Monica Ridruejo, ni ella ha pretendido otra cosa. Ella ha rastrillado con la mirada entre lo real y lo imaginado, porque sus trabajos responden también a un ejercicio memorístico y recreativo. El mar es una constante en su vida, de ahora y de antes, y todo lo que tenga que ver con ese inmenso horizonte que es el fondo marino, lo que se esconde debajo de la superficie, y sus alrededores ya en tierra que se puede tragar, llevar por delante. Ella no es una artista al aire libre sino de estudio, donde lo visto y observado se mezcla con el recuerdo, donde las cosas son lo que son y lo que recordamos de ellas y donde la pintura tiene dotes adivinatorias, de magia, de mezclas alquímicas entre la materia y lo inmaterial. Por eso creo que no hay mejor ni más certera forma de definir su trabajo que no deja de ser paisaje, mental y visual, que esta que acabo de referir: rastrillar con la mirada y hundir ese rastrillo en la superficie del cuadro, separar matices para descubrir lo que está visto y lo que no está visto. Hacer, como apuntaba Platón en una conversación entre Sócrates y Teeteto, que cada individuo o espectador trame las relaciones infinitas del color, las lecturas y sus notas a pie de página: “Lo que tú llamas un color blanco no es nada aislado en sí, que existiría fuera o dentro de tus ojos; no puedes darle un lugar determinado, porque entonces estaría en algún sitio, en un lugar determinado, y se quedaría allí, no se formaría mediante generación (…). El blanco y el negro y cualquier otro color son el resultado del contacto de una mirada de los ojos y un desplazamiento que corresponde a ella. Entonces lo que llamamos un color en particular, no será ni la mirada que incide sobre un objeto ni el objeto en que incide: es algo que ha surgido en medio de los dos, algo que es específico para cada individuo” No habría matices si el color no fuera tratado como un ingrediente entre la química y la magia. Como ciencia y como poesía. Entre lo filosófico y lo existencial. El artista, el pintor, nunca ha dejado de entrelazar estos elementos, de luchar contra los imponderables en su investigación. Digo bien porque a Monica Ridruejo el color y todo lo que con él ha sido capaz de transformar le ha abierto puertas infinitas en su obra, no solo pictórica sino también escultórica, a la que llegaremos más adelante. La artista ha sido durante el año largo de trabajo preparatorio para esta exposición una investigadora de lo tangible e intangible, de las posibilidades de la materia y de la invención más quimérica. Entre el acierto y el fracaso para buscar de nuevo el acierto. Como en las metodologías más científicas. Rastrillamos con la mirada y esa gama de colores se va haciendo una suerte de polvo, de una nada que contiene el todo. Polvo eres y en polvo te convertirás. Igual que si viajáramos a los orígenes más primitivos, cuando no hay mezcla, ni impurezas, únicamente esencia. Hacia donde han viajado los clásicos cuando se ha puesto a desentrañar las claves de la realidad y su proyección entre las sombras, entre los obstáculos: en la caverna, en la superficie pura y blanca de un cuadro, en la inmaculada asepsia de un museo. Al cabo, son tres espacios mágicos, donde la realidad no alcanza a ser representada más que por el pintor, el poeta, que define, nomina, atrapa, captura lo camuflado entre el alma de las cosas: la música de lo abstracto. Para Julian Bell en su clarificador ensayo ¿Qué es la pintura?, “el mundo, a ojos de filósofos y científicos desde Platón, se constituía en primer lugar en términos de forma, en segundo de color. Las formas, ideas o principios eran el fundamento de todo, y el color era ‘una cualidad secundaria,’ una guinda en el pastel. Las pinturas seguían los mismos pasos. Se dibujaban líneas que definían las formas, y luego se añadía el coloreado (…). Entonces ¿qué es el color, no en términos de la construcción del mundo, sino de experiencia personal? En la experiencia de la visión es esencial. Es lo que está ahí antes de la forma; porque distinguimos las formas a partir de los colores que vemos (…)”. Goethe mantuvo que son la “luz, la sombra y el color los que al unirse permiten que nuestra visión distinga un objeto de otro. Con estos tres elementos -luz, sombra y color-, construimos el mundo visible y al mismo tiempo se hace posible la pintura”. No cabe la menor duda de que para Monica Ridruejo la pintura, su pintura, se entronca directamente con toda la teoría que ha hecho de la labor artística uno de los más fascinantes tableros de disquisición metafórica sobre el mundo. Cada uno de sus cuadros parecen haber recogido infinidad de lecturas, de sabidurías recónditas, de tratados hermenéuticos. La forma, el color, la luz, las sombras. Todos juntos o por separado componen una música íntima, profunda. Sí, la de abstracción. Bell retoma este argumento en el libro antes citado: “de igual modo que el sonido puede relacionarse con el sentimiento, y el sentimiento con el color, la pintura puede relacionarse con la música”. Forma, color y abstracciones entre ambas son conceptos que se manejan a la perfección en esta serie de cuadros donde el paisaje real es una mera escenografía o un guiño escénico. Paisaje y memoria. No obstante, llega un momento en que la forma y también el color parecen ganar una autonomía y saltan del cuadro. Este es el momento preciso en el que aparecen, dentro del trabajo investigativo de Monica Ridruejo, las esculturas que también componen esta exposición. Un bosque de ellas se instala en el centro de la sala. Las esculturas aparecen como formas que se elevan en el espacio y que capturan el tiempo; que traspasan la superficie del cuadro, como si de una pantalla cinematográfica se tratara, para adquirir una tridimensionalidad. Son dibujos en el aire que parecen flotar con suma facilidad y esconden detrás un trabajo ímprobo de domeñar la materia, de reconducirla, de sellar con ella un pacto sagrado de complicidad. De búsqueda infinita, sin duda, una de las grandes sorpresas que ha dado la obra reciente de Monica Ridruejo. En este catálogo, pueden ver todo un álbum de fotos en las que se aprecia cómo Monica Ridruejo ha seguido paso a paso el proceso más manual desde el que se han fraguado cada una de estas piezas escultóricas. A este diario visual poco más se le puede añadir. Casi las palabras sobran porque la expresividad de los actos, de las secuencias tienen mucho de obra maestra. La cocina de una artista, donde se cuecen todos sus“trucos”, no es igual que la de un mago, pero se le parece en mucho, por esa capacidad que tienen de alcanzar lo increíble desde gestos y actos imposibles.